domingo, octubre 30, 2016

Yeah, yeah, yeah!


La lectura de "Yeah! Yeah! Yeah!", de Bob Stanley, acaba siendo tan placentera como esperaba. Son más de setecientas páginas pero irremediablemente se queda corto. De entrada, el cierre en torno a finales de los noventa no deja de parecer demasiado arbitrario y aparte todos tenemos en nuestro corazón un grupo o un cantante al que Stanley ha pasado por alto o le ha dedicado demasiado poco tiempo en beneficio de otros que no nos interesan en absoluto.

Está bien, en cualquier caso. Este tipo de sistematizaciones sobre la estética requieren una cierta frialdad o corren el riesgo de salirse por completo de madre. De Stanley se agradece precisamente su falta de entusiasmo, su ausencia de juicio sumario a cada tendencia de la música pop. Uno tiene que aceptar el listado como el que acepta que el árbitro pite córner, sin tomárselo como algo personal. El repaso desde principios de los cincuenta al albor del nuevo siglo es convincente, exhaustivo y coherente, forma un relato sólido sin necesidad de excentricidades.

Otra cosa, insisto, es el lector, es decir, el oyente. El que iba a conciertos de Blur y le parecían la leche o el que echa de menos un capítulo sobre U2 que vaya más allá de la etiqueta "mesiánica" de sus primeros años. Incluso, por pedir, cientos de anexos sobre cómo cada uno de los grandes grupos evolucionó y encajó -o no encajó en absoluto- en cada uno de los movimientos señalados, de manera que yo pueda salir de dudas y entienda de una vez qué demonios pintó el maravilloso "Zooropa" en la historia de la música.

No quiere decir esto que Stanley sea un notario, sin más. No, se notan sus filias y sus fobias pero no te las impone porque entiende que ya tienes una edad y no te va a hacer mucha gracia. Su análisis de Kurt Cobain es brillante, cariñoso incluso; el del "brit pop" se me hace un poco cruel pero, claro, yo no era británico por entonces y a mí no me intentaban meter por los oídos a Oasis en cada discoteca. Por poner una última pega -todo esto no son sino matices a la excelencia- habría estado bien profundizar en el pop europeo más allá del capítulo dedicado a ABBA y las fugaces referencias a Dutronc, Hardy o Gainsbourg.

Pero, ya digo, el libro tiene setecientas páginas. Mil setecientas igual se habrían hecho un poco largas.

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Mis tíos me regalaron "En cuerpo y en lo otro", de David Foster Wallace por mi boda, es decir, hace ya más de tres años. Leer o no leer a DFW es una decisión que lleva tiempo. Demasiadas voces alrededor, demasiado ruido. Eso que el libro empieza con el famoso artículo sobre Roger Federer y la final de Wimbledon 2006, es decir, cuando todo esto no hacía casi sino empezar. Es un artículo maravilloso, por mucho que lo juzgara mal la primera vez que lo leí, por mucho que la traducción sea pésima y por mucho que se haga corto. ¿Qué podría haber hecho Wallace de haber narrado igual los tres años de rivalidad enconada con Nadal, cuatro si incluimos 2009 y la final de Australia ?

Sin embargo, todo esto más o menos me lo esperaba. No tanto el siguiente artículo, sobre la nueva narrativa juvenil estadounidense, escrito a finales de los ochenta, es decir, cuando ser joven era, básicamente, ser Bret Easton Ellis o Jay McInerney. Llama la atención el rigor, nada de estupendismos ni de guiños generacionales. Wallace se incluye en la lista pero sin aspavientos. Se lo toma en serio, que es lo que más se echa de menos entre los jóvenes autores españoles y quizá, solo quizá, lo que estaba detrás del torpe artículo de Lomana sobre "cipotudos".

Tal vez me equivoque, pero se pueden contar con los dedos de una mano los escritores actuales capaces de hacer un ensayo tan riguroso, tan bien escrito, con tan pocos artificios. Yo, desde luego, no estaría entre ellos; me da la sensación de que aquí vivimos todos demasiado rápido, como si quisiéramos vendernos todo el rato a no sé qué postor imaginario y nos inventáramos de paso las condiciones de la subasta.

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Es el pudor, no cabe duda. Algo en la realidad que da vergüenza convertir en literatura, es decir, en estética. No sé explicarlo pero siempre ha sido así. La narrativa de la Chica Langosta, de lo que nunca pudo ser, en vez de enfrentarse con el aquí y el ahora. Todo con retraso. El pudor de la felicidad, claro, porque la infelicidad es casi necesario sacudírsela de encima por completo. Por ejemplo, la Toscana, el pudor de la Toscana con la Chica Diploma y yo haciendo de Paul Simon y Carrie Fisher en Nuevo México.

Mi padre llevaba solo seis meses muerto y nuestro matrimonio solo cinco días vivo. Nos hacía gracia lo nuevo, que, a falta de papeles, eran los anillos. Como estábamos cansados -yo vivía cansado, ella estaba embarazada y no lo sabía- de vez en cuando juntábamos los anillos y apelábamos a su poder mientras hacíamos con la boca un ruido eléctrico de dibujos animados. Los anocheceres en Siena, las avispas en Florencia, los lagos suizos a la vista de una copa de vino. El tiempo detenido, como debe ser. La tregua.

Pero no, eso no es fácil contarlo, precisamente porque la Chica Diploma sigue siendo mi esposa, los anillos siguen siendo los mismos -o más o menos- y ya no hay Toscana pero hay Girona, no hay embarazo sino que hay niño, no hay el mismo cansancio pero hay un sueño atroz, de tos de madrugada. Y, claro, contarlo aquí, sin más, tiene algo de desnudarse que no es fácil asumir cuando sigues pensando que te sobran kilos por todas partes.